- Caliente.Los primeros rayos de sol de ese día comenzaban a calentar la arena de la playa. Ambos permanecían sentados, uno al lado del otro, con las olas del mar jugando a sus pies, y las revoltosas gaviotas gritando en busca de comida.
- Felices.Parecían felices. Ella le sonreía, él jugaba con su pelo. Sabían que no les quedaba demasiado tiempo juntos. Se abrazaron y se besaron. Los dedos de él se enredaban en los tirabuzones dorados de ella, mientras ella buscaba refugio en su pecho.
- Lágrimas.Tenían una cita en los ojos de los dos, pero no acudieron. En los ojos de él, no llegaron porque los hombres, dicen, no lloran. En los de ella, porque nunca supo llorar. Se miraron, largamente y en silencio. Le regaló una caricia, le sonrió.
- Suspiros.La brisa llegaba del mar con mayor intensidad anunciando, quizás, la temida hora de la despedida. Ella dejó escapar un suspiro, mientras él, sostenía con fuerza sus manos. No quería dejarla escapar. El mar la llamaba acuciante.
- Canto.Acercó su rostro para musitarle unas palabras, él le pidió una última canción. Apoyó su cabeza sobre su hombro, y comenzó a cantar. La escena se quedo inmóvil. Todo parecía escucharle a ella.
- Adiós.La canción se fundió en un largo abrazo. No hubo últimas palabras. Ni un hasta mañana. Ni un hasta pronto. Tan sólo un adiós definitivo entre dos amantes imposibles. Un adiós concebido en unas lágrimas que nunca llegaron a darse. Las de él, porque los hombres no lloran, las de ella, porque las sirenas no saben llorar.
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